Pablo Choca
El Majestuoso Circo Bicholarium.
Llovía mucho, tanto como el aburrimiento de Ema, que ya había gastado la mitad de las vacaciones de sus padres, encerrada en una de las cuatro casitas de verano de un balneario llamado Pueblo Nuevo.
En los ratitos que paraba de llover y no había mucho viento, salía a explorar el extenso campo que iba desde la playa, que estaba al este, hasta un monte de eucaliptos que estaba al sur, y desde una hilera de postes de luz al norte, hasta un gran barranco de arena con cascadas temporales formadas por el agua acumulada en las cunetas.
Ya no le quedaba nada por descubrir. Su primer hallazgo fue un “Sapito de Darwin”, y vaya descubrimiento, según una enciclopedia en internet, estaba en peligro de extinción, así que probablemente, esa iba a ser la última vez que vería esta tan delicada especie. Al otro día encontró veintitrés.
Se pasaba dando vueltas por ahí juntando bichos por un ratito con su “frasco observatorio” improvisado con un tarro del arroz de la casa. También llevaba un bolso de explorador en el que tenía un walkie talkie, una brújula, pincitas, linterna y bolsitas para las hojas, flores y piedritas que encontraba por ahí. Tenía otro frasco para juntar cucharitas de la playa, pero todavía estaba vacío.
También llevaba siempre con ella una cámara de fotos digital que le regalaron cuando tenía seis años. Con ella fotografió en su primer salida un barranco, una mulita, una flor de cardo y una lechuza. En otra oportunidad le sacó fotos a un arcoíris, a dos teros que espantaban heroicamente de su nido a un halcón, a tres pájaros carpinteros que picoteaban coordinados los postes en busca de bichitos y a un toro que la miró fijo, amenazante. Ema se asustó tanto que volvió corriendo a la casa. Además se aproximaba más lluvia. Lo sabía porque su padre le había enseñado que cuando una nube se veía borrosa en el horizonte, y a la vez se unía con la tierra, era porque estaba lloviendo. A la nochecita se sentó con su mamá y papá a ver el show de relámpagos. Ema nunca había visto tantos, sus padres tampoco. Los relámpagos también le daban un poco de miedo, pero eran algo increíble. Y en su casa, estaba segura.
A la mañana el día prometía ser distinto. El cielo se veía color celeste verano, y estaba pronto para estrenar, el campo estaba más verde y las flores amarillas de los panaderos abundaban. Ema salió al estar del frente de la casa con el gorro de paja gigante de su papá y se sentó un rato en los escalones a disfrutar del sol. Mientras su padre preparaba empanadas para almorzar en la playa. Pensó en ir a dar una vuelta por ahí para acortar la espera, pero el “salir a explorar” ya estaba perdiendo el encanto. Así que simplemente se quedó ahí sentada, mirando con una lupa una ranita gris con pequitas negras que tenía en su frasco. La bautizó con el nombre de “Pimienta” y la liberó dándole las gracias.
Ema conocía todos los sonidos del campo y podía identificarlos a ojos cerrados. A lo lejos se escuchaban los “Sapitos de Darwin”, los había visto croando en una de las expediciones. También se escuchaban teros, un caballo, un benteveo, un grillo y un saltamontes gris. Pero había algo, un sonido que traía el viento que no podía reconocer. Se chupo el dedo y lo levantó para sentir de donde venía el viento y caminó hacia él. No era fácil escuchar. Caminó un largo trecho buscando ese sonido tan particular. Podía apreciar que eran sonidos de insectos pero, a diferencia de otras ocasiones, estaban perfectamente coordinados, era como si tocaran una canción. Cuando sintió que estaba cerca, bajó su velocidad y aplicó los movimientos ninjas aprendidos en los dibujitos animados. Caminó sigilosamente, el sonido venía hacia ella. Ya estaba muy cerca, así que se tiró en un barranquito a esperar agarrando su lupa y con una mirada firme y expectante. Finalmente, de entre los pastos, apareció un Tatadiós con galera que movía los brazos como un director de orquesta. Detrás de él, una gran caravana de insectos marchaban al ritmo de una música muy particular. Un sin fin de bichos de todos tipos y colores que se balanceaban alegres . Un ciempiés cargaba a los músicos: Un guitarrero, un grillo, una chicharra, y un coro de mosquitos, detrás venían cascarudos marrones, un bicho palito, una cicindela, varios saltamontes y hormigas y un Torito entre varias especies más. Por el aire revoloteaban mariposas, abejas y libélulas.
Ema estaba sorprendida con semejante espectáculo pero los bichos aún no habían notado su presencia. Apenas lo hicieron, dejaron instantáneamente de tocar y de hacer todo lo que venían haciendo. Quedaron congelados sintiéndose invisibles. Apenas movían sus ojitos y se miraban entre ellos preguntándose qué hacer.
El tatadiós, el líder del grupo, se paró detrás de la lupa de Ema, se sacó la galera y gritó lo más fuerte que pudo. A Ema le pareció escuchar.
–¡Bienvenida, como sea que te llames! Ponete cómoda, porque estás a punto de ver el show más increíble de todos los tiempos: El majestuosooo… circooo… Bicholarium!
En la primer señal del maestro de ceremonias, la banda comenzó a sonar otra vez, los bichos rompieron filas y se movieron rápido de un lado para el otro desplegando un escenario para nada improvisado. Una tapita de gaseosa era el escenario central, unos bichitos de luz lo iluminaban mientras que dos mariposas auspiciaban de telón con sus alas rojas. En un redoble de patas de grillo, volaron dando comienzo al primer acto: El Torito Forzudo. Capaz de romper piedritas con su cuerno y de levantar dos grandes bolitas de barro mientras que dos espectadores se subían a ellas para retar su poderío.
La ceremonia continuó con la aparición de los Cascarudos Payasos, que con sus movimientos torpes y acrobacias malogradas le sacaron más de una carcajada a Ema.
Luego seis bichos bolitas acróbatas rodaban de un lado para el otro dando saltos peligrosos y hacían malabares tirándose así mismos al aire con la fuerza de sus patas y el Escarabajo Escapista retaba el destino intentando soltarse de una tela de araña antes de ser atrapado por una araña tigre.
Cada acto superaba al anterior, pero a medida que avanzaba el show, también lo hacía la nube gris que amenazaba con terminar el entretenimiento. Las libélulas estaban muy impacientes, pero el Majestuoso Circo Bicholarium no se detuvo, y de a poco llegaron más y más insectos atraídos por la atrapante música. Las Hormigas Trapecistas se columpiaban unidas de hoja en hoja, la Oruga Fakir se acostaba boca arriba sobre una cama de abrojos y un Tuco Luciérnaga Hipnotizador miraba fijo a los espectadores con sus ojos luminiscentes.
El acto de magia no podía faltar, un gusano de seda se convertiría en mariposa, pero eso, en el acto final junto a un increíble baile de mariposas de colores que harían mandalas de colores en el cielo.
Pero un trueno retumbó haciendo vibrar el piso y las gotas cayeron fuertemente golpeando primero en el lente de la lupa de Ema, y luego bombardeando el escenario. Los bichos se asustaron, corrieron y volaron de un lado para el otro despavoridos. Ema intentó protegerlos con las manos pero fue inútil, así que se quitó el gorro de paja y lo colocó sobre las carquejas creando un lugar seguro para los insectos. Mientras, se escuchaba el llamado de su madre que la alertaba de la tormenta eléctrica. Ema dejó su gorro y se fue corriendo a su casa. Al parar la lluvia volvería a ver si estaban bien. Pero no paró. Desde lejos se podía ver cómo el viento intenso del temporal zarandeaba el gorro amenazando con llevárselo y, junto con él, sus esperanzas de volver a ver el show de insectos.
La noche corrió gota a gota por el techo de chapa y el día siguiente también. Llovió como nunca antes visto, y Ema no aguantó más. Así que se puso su ropa de playa, al fin le había encontrado una utilidad, y se colocó los lentes de natación y las chancletas. Salió corriendo con su “frasco observatorio” bajo el brazo para traerlos a casa y protegerlos. Pasó el alambrado, saltó un charco, pisó otro, esquivó un hormiguero, ladeó los pastos altos y el gran barranco hasta que finalmente llegó. Al levantar el sombrero no encontró más que nada. Buscó inútilmente entre los pastitos y las piedras, pero el Majestuoso Circo ya no estaba allí. Mientras volvía a su casa sigilosamente para no pisarlos, tocó la canción del show con sus labios como si fuera una trompetita, pero no funcionó. Al llegar a su casa, su padre la esperaba en la puerta con una toalla. Mientras tomaba una chocolatada calentita, le contó sobre lo divertido que eran los Cascarudos Payasos y sobre el exótico Ciento Un Piés.
Los días siguientes fueron increíbles y muchos más amables con los veraneantes, al igual que el mar, que le regaló a Ema un montón de cucharitas y piedritas de todos los colores. La foto familiar estuvo a cargo de Ema que aprovechó la oportunidad de fotografiar los médanos, una gaviota y varias almejas antes de que hicieran un pocito y se metieran en la arena. También le sacó una foto a un corazón que dibujó con un palito.
Ema juntó los juguetes y mientras el papá y la mamá cargaron el auto, después de la siesta volverían a la ciudad. A Ema no le gustaban las siestas para nada, pero en realidad ya no tenía nada para hacer, así que se acostó boca arriba, se tapó apenas los pies y se entregó al sueño repitiendo en su cabeza una y otra vez aquella melodía que interpretaban los bichitos del circo mientras viajaban en caravana. Un sonido que, muy lentamente, se hizo real y viajó desde su imaginación hasta sus oídos. Pronto creyó ver una luz que pasaba frente a sus párpados y abrió los ojos. No podía creer lo que estaba viendo. El Majestuoso Circo Bicholarium, que nunca deja un show sin terminar, se hacía presente en su cuarto, desplegando una vez más toda su espectacularidad con el gran acto final.
El Tatadiós se subió a la punta de la nariz de Ema y recitó las palabras finales del show: “Querida espectadora, el Majestuoso Circo Bicholarium llega a su gran acto final… Esperamos volver a encontrarnos algún día para volver a sorprenderlos con nuestro exótico espectáculo. Pero ahora, antes de irnos, Maravillense… con la… Metamorfósis.”
En ese momento, las cornetas de mosquitos le dieron la bienvenida a un capullo que estaba siendo sostenido en el aire por un Mangangá. Mientras, la abejas zumbaban cerca de la oreja de Ema, creando un profundo sonido de suspenso, y los bichitos de luz alumbraron de cerca la grieta que crecío lentamente para que, en un instante, pudiera emerger una hermosa Mariposa Monarca y desplegar sus alas como un ser señorial.
Junto a sus primeros aleteos comenzó la danza de los insectos que volaron formando figuras increíbles en el aire mientras que Ema miraba fascinada. Las luciérnagas prendían y apagaban sus luces, los saltamontes hacían piruetas saltando de mariposa en mariposa y las mariquitas tiraban pétalos de colores. El Tatadiós se despidió con su galera y se subió sobre una libélula que se lo llevó volando por la ventana. Detrás de él siguió el Majestuoso Circo Bicholarium se alejó hasta de ella casi en un abrir y cerrar de ojos, los perdió de vista. Pero el viento seguía trayendo la melodía que sonaría para siempre en los recuerdos de Ema.
FIN.